Cuando ella era pequeña, muchas personas le decían que era muy guapa, muy linda, muy bella, pero esas palabras no eran trascendentes… No era algo que comprendiese bien ni que cupiese demasiado como algo importante en su mundo de bicicletas, muñecas y aventuras mágicas. Era algo que «escuchaba a veces». Lo trascendente, era tirarse colina abajo sin la preocupación de mancharse toda de barro, ver las estrellas fugaces en sus ojitos puros sin maquillar. Luego, un poco más tarde, ella esperaba ser hermosa de verdad. Quería llamar la atención de ese chico que aceleraba su pulso sin que pudiese controlarlo, porque soñaba con todo su corazón cogerle de la mano y que su alma no vagara solamente consigo. Quería compartir, dar, sentir y genuinamente pertenecer. Que el teléfono en casa sonara porque querían quedar con ella sus amistades. Pasó un poco de tiempo, y ella quería ser bella más aún. Ahora le importaba la comida, la ropa, quién era frente al mundo, lo que se veía de sus acciones aunque no de su pensamiento. Lo que era externo se volvió cada día más un diálogo interior y afloraron las cosas que nunca habían tenido importancia mientras otras que siempre las habían tenido murieron. Unas eran parte de la madurez… Como que ya no era un mundo cuando no te compraban caramelos, pero ya tampoco era un mundo reunir las semillas del parque en una bolsita, ni se sentía tan fuerte pensar en un primer abrazo de amor. Ahora, bueno… Eran importantes las opiniones de los demás, los logros personales, el éxito que proyectabas y tener bienes. Importaba algo que siempre le había dado asco: el dinero. Aun así ella quería sentir más que tener, y por eso buscó el amor comprometido y casarse. Se sintió súper bella el día de su boda vestida de blanco, mas cuando sus hijos, tiempo más tarde, la llamaban hermosa, ella se sentía agotada, con el pelo desnutrido liado de «aquella manera» en un moño que se iba cayendo con su ánimo durante el día. Sus caderas se hicieron más anchas y todo lo que siempre fue estrecho ya no podía ser contenido en esa palabra. En todos los sentidos ya nada era estrecho, pero no supo ver la belleza real en esto y durante muchos años después intentó e intentó ir en contra de cómo su feminidad se expandía en su interior y también en su cuerpo de muchas maneras: intentó encajar dentro de varios moldes, visiones, su sociedad, un auto concepto que habían creado otros. Lo importante, pasó a ser lo que menos le entusiasmaba y soñaba despierta tiempo atrás: facturas, comidas diarias, rutinas estáticas de cuidado facial, divagar por internet y trabajar muy duro junto a su pareja para sacar a su familia adelante, que todo estuviese «terminado» al final del día, convertir a sus hijos en adultos y en fin… Hacer la vida. En este punto ya no recordaba la última vez que alguien la llamó hermosa. Ni mucho menos ella se lo decía a sí misma.
Pero lo era. Lo era y era muy anciana. Hermosura que alcanzaba los horizontes de lo que significa ser humano con todas las letras. Había una belleza descomunal en la forma en la que ella había llevado el peso de la vida sobre sus hombros, en cada linea de su piel que apareció fruto de recorridos internos y externos a través de los cuales se había ganado dignamente su sabiduría, la fuerza de los huesos en sus manos doloridas por haber hecho demasiado de lo que no encendía su espíritu y el temple de haberlo aceptarlo. Había belleza en su dolor y cuando ella se pensó horrenda tras varias horas de llanto y lamento. También ahí, sí, porque se había atrevido a sentirlo todo y a estar viva enfrentándose a muchas sombras aunque no le quedaran ánimos muchos días. Tantos ejemplos no caben en un artículo: Las ocasiones en las que rió a mares hasta doblarse literalmente, la amplitud de su pecho por haber albergado tantísimos abrazos, los anchos tobillos que la habían apresurado a llegar donde tenía que hacerlo tantas veces, la flacidez en sus piernas y brazos como ejemplos en bruto de lo flexible había tenido que ser ella tantísimas veces en las que tuvo que contener la ira y la pena porque algo no había sido justo. Era hermosa. Era el final, y había vivido con un corazón generoso y cariñoso, porque como solía decir su abuela: «su niña» era un trocito amoroso del firmamento. Había dado confort y paz a muchos cuando se sintieron en guerra, sus oídos y ojos habían visto o escuchado las terribles noticias y también las mejores canciones. Con cada año había usado su cuerpo al completo para el propósito que es existir. Ella entendió al fin, que lo que tantos le habían definido como «la flor de la vida» no era el único momento en el que había sido hermosa, porque nunca había dejado de ser la flor de la misma vida de principio a fin, hasta que una noche, lejos de cerrar sus pétalos, abrió sus sépalos al cielo nocturno como una flor de luna, liberando el aroma selvático del final que es otro comienzo.
–Eloise Wildheart